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Yo Humana

jueves 04 de julio de 2013, 08:56h

Quizás el desencuentro de la especie humana con la naturaleza precedió a la aparición del lenguaje, pero bien es cierto, que cuando éste se instaló en la vida de esos seres errantes y desorientados todo cambió y la gran revolución no hizo más que empezar.

Probablemente el auténtico pecado original de los humanos, lo que  nos llevó a ser expulsados del paraíso natural, no fuera otra cosa que el convertirnos en seres parlantes. El acceso al mundo de lo simbólico supuso un antes y un después en nuestra relación con el medio natural. Mientras que en la naturaleza, la relación con las cosas era directa, sin intermediarios lingüísticos que la pervirtiesen, el lenguaje venia a poner distancia entre la palabra y el objeto nombrado, provocando así una transformación en los más profundo de nuestro ser y creando las bases para el surgimiento de la cultura.

Nuestra posición en el mundo es muy diferente a la del resto de seres vivos, ellos son el producto de una lenta evolución biológica, nosotros somos los artífices de nuestra propia evolución. Los humanos carecemos de instintos, ya que no hay nada innato en nosotros que nos diga como tenemos que comportarnos como personas, es la cultura la que nos orienta y nos estructura. Es la cultura y no la naturaleza la que pasa a convertirse en nuestra verdadera madre como especie. Pero mientras que el instinto animal se muestra absoluto, rotundo, sin fisuras y siempre a favor de la supervivencia del organismo y de la especie, la cultura humana está siempre en proceso de creación, siempre inacabada, imperfecta, permanentemente cuestionada, constituida por grandes dosis de represión y mucho de sublimación. De este modo, la cultura viene a garantizar la insatisfacción del  individuo y de la sociedad  y a convertirnos en seres sometidos al deseo. A diferencia de los animales que sí encuentran lo que necesitan para satisfacer sus necesidades, el deseo es una singularidad humana que nos hace buscar incesantemente lo que nos podría satisfacer, pero sin llegar a conseguirlo del todo.

Por último señalar, que mientras la naturaleza es ajena a si misma, esto es, muestra una total y absoluta indiferencia por todas y cada una de sus producciones, el ser humano en cambio muestra interés por todo. A través de la palabra nombra las cosas, y las cosas a través de la palabra cobran vida. Esto hace que nos sintamos dueños temporales de un mundo que la naturaleza nos presta a ratos, y a pesar del temor que ésta nos produce, tenemos el valor de mirarla cara a cara y desafiarla, aún a sabiendas de que ella nos ganará la última batalla.

Concha Jiménez
Psicóloga

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