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De lo humano y lo divino

viernes 22 de marzo de 2013, 09:45h

En pocos días las escenas de la pasión y muerte de Cristo volverán a las calles. Asistiremos nuevamente a un espectáculo donde se mezclan traición, dolor, sacrificio, muerte y esperanza, donde lo humano y lo divino devienen en uno.

Todo esto empezó hace mucho, mucho tiempo… cuando los seres humanos en sus primeras andaduras por el mundo, reaccionaron ante el sentimiento de impotencia y desvalimiento que les producía el inmenso y devastador poder de la naturaleza, de la cual ya estaban definitivamente desligados, embarcándose de este modo  en la sorprendente y descomunal tarea de crearse su propio mundo, intentando explicar lo inexplicable, de dar sentido al sin sentido, de ordenar el caos, de conocer lo desconocido. Para el ser humano encontrarse viviendo era encontrarse irremediablemente sumergido en lo enigmático. Decía Ortega y Gasset, que “nuestros antepasados lo tuvieron que inventar todo” y una de las grandes herencias que recibimos de ellos y que aún hoy conservamos, es la religión.

Comprender la religión es comprender las funciones que ha cumplido para el individuo y la sociedad. A lo largo del tiempo han surgido diferentes sistemas religiosos: animismo, politeísmo, monoteísmo, en definitiva diferentes expresiones del sentir religioso en épocas distintas y distintos lugares, pero siempre la misma  imperiosa demanda de obtener respuesta a los enigmas que planteaba la vida, de que el caos fuese ordenado y la estabilidad de la sociedad estuviese garantizada, y por supuesto, esa urgente necesidad de que una deidad bondadosa nos salvara de las penurias de la vida, las injusticias sufridas y del horror a la muerte.

Por último, nos dice S. Freud que la religión es una ilusión y lo característico de la ilusión es que siempre deriva de deseos humanos, los más antiguos e intensos deseos de la humanidad, el secreto de su fuerza es la fuerza de esos deseos. Nos dice también, que deberíamos agradecer a la religión los servicios que ha prestado a la cultura a lo largo de su desarrollo, pero bien es cierto que ha llegado el momento de que el  ser humano se atreva  de una vez por todas a prescindir de la religión, aceptando su total desvalimiento, desamparo e impotencia, y renunciando a la vida eterna. Al  igual que un niño cuando crece debe abandonar la casa paterna en la que se siente protegido, el ser humano debería lanzarse a la vida sin Dios y admitir el origen sólo humano, de las normas y la cultura, contando tan sólo con sus propias fuerzas, ya que no hay ninguna instancia que esté por encima de la razón.


Concha Jiménez
Psicóloga

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