El amor vertebra nuestra existencia de principio a fin, desde la cuna a la tumba, aunque como es sabido, es en los primeros años de vida, donde se gesta la capacidad que luego tendremos de dar y recibir amor; es el primordial arrullo materno el que nos catapulta a la vida afectiva. Como diría Lacan, básicamente el amor solo es nostalgia de lo que no puede ser, es decir, el fallido intento una y otra vez del volver al origen, a nuestro primer amor materno.
Ya intuían los poetas lo que el psicoanálisis no dudó en mostrarnos, que el ser humano es poseedor de una falta, es decir, es un ser incompleto, movido tan solo por el motor del deseo, y en la permanente búsqueda de lo que le falta. El amante cree encontrar en el amado lo que éste necesita. Desde ese punto de vista, el amor no sería otra cosa que el intento de paliar o incluso de eliminar la propia incompletud, en la incompletud del otro, otorgando a los amantes la ilusión de una plenitud negadora de la castración y la muerte.
Pero los enamorados no quieren “saber” nada del amor, quieren vivirlo, dejarse llevar por los derroteros, a veces difíciles de transitar, que éste impone, ya que nunca estamos más desprotegidos y expuestos al sufrimiento que cuando amamos. El amor nos causa placer y nos provoca dolor, en un mismo acto nos crea y nos destruye, para volvernos a crear de nuevo, sumergiéndonos así en el interminable y enigmático ciclo de la vida.
Concha Jiménez
Psicóloga
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